sábado, 7 de marzo de 2009

Llora, Caracas, llora

Afuera llueve mucho. Adentro tomo un café con leche y veo cómo se enfría mi pan con queso. De fondo suena Ismael Serrano y frente a esta hoja estoy yo, llorando, sin poder dejar de llorar. Lo extraño, es que desconozco el motivo de estas lágrimas.

Es tan extraño porque siempre estoy tan segura y justifico el porqué de cada gota. Pero esta vez es un llanto bajito, casi un susurro que no puedo dejar de emitir.

Es una necesidad de nostalgia, de llorar lo bueno y lo malo, a los que están lejos y los que están cerca. Veo de pronto muchos instantes, a muchos personajes de mi vida, amigos y enemigos, amantes y amores. Todo se entremezcla y yo continúo llorando.

A veces pienso que es parte de mi manía de mimetizarme con el cielo. Veo su cortina de llanto y la mía aumenta mucho más. El café se me hace más amargo y Serrano no deja de repetirle a su padre que le cuente otra vez, entonces yo no dejo de pensar en mi padre y en el Ché y sigo llorando en silencio su injusta muerte.

También lloro porque no sé cuándo volveré a Paris y veré todo lo que no alcancé a ver. Serrano sigue evocando imágenes, me habla de Bosnia y de Bagdad, yo pienso en los niños de los barrios caraqueños, corriendo a toda velocidad por esas empinadas calles, sonriendo dentro de sus trajecitos de colores, gritando sus juegos a viva voz.

Lloro entonces dibujando a media una sonrisa, recordando los piropos pícaros que me dicen en las sucias calles de Caracas, sin que les importe nada, ni siquiera ver que alguien acompaña mis andanzas agarrándome firme la mano derecha.

Afuera la lluvia parece mermar, pero mis ojos siguen hinchados, conteniendo todo el agua que aún no bota, todo un mar que hace tiempo no reventaba en ola y se mantenía calmo y pacífico. Más de alguno dirá que miento, porque sí he llorado en Caracas. Claro que he llorado! Pero esto es nostalgia, es esa saudade que tan bien describen los brasileños y que nos cuesta tanto entender de momento que no existe ninguna palabra equivalente en ningún otro idioma.

Quizás Gustavo me entendería. Él no solo escribe y lee poesía, sino que además tiene el valor agregado de ser brasileño, de usar y abusar de la palabra saudade, mientras que una, pobre de léxico debe adueñarse de palabras extranjeras.

Serrano habla de Saramago y de las Superpotencia, yo pienso en todas las pequeñas grandes superpotencias que he conocido en este viaje. Recuerdo a la apasionada Caroline y lo mucho que me enseñó en el poco tiempo que compartimos. También pienso en Carmen, en sus 60 y pico años y su inagotable trabajo y espíritu solidario. Por supuesto que en mis anfitriones y su conciencia inquebrantable. Y lloro aún más, porque sé que pasarán años y quizás no los volveré a ver. Porque no estaré aquí para maravillarme con su trabajo, con su sentido crítico y su calidez humana.

Miro hacia el balcón, convencida que sigue lloviendo, pero pronto me percato que la humedad y las gotas que veo frente a mí no son otra cosa que mis lágrimas petrificadas en el cristal de mis lentes.

Quizás tengo tanta nostalgia porque sé que se acabó el verano o que se acabó un ciclo que me ha hecho crecer demasiado, como cada viaje, como cada vez que me arriesgo y pierdo bastante, como cada vez que rompo un poco más la burbuja de cristal que la sociedad y la familia preparó en mi defensa.

Recuerdo a todos los que me cedieron su cama, hicieron un espacio en su mesa, me convidaron una taza de café y compartieron un té conmigo, así para pasar el frío o simplemente para acompañar un dulce. Lloro por ellos, porque en ese diminuto gesto me incorporaron a un hogar, me mostraron que por cada mil personas dispuestas a robarte y engañarte, siguen existiendo otros pocos que en sus gestos valen por mil.

Lloro por mi compañerito, que con paciencia y amor me dio la mano para cruzar las alocadas avenidas Simón Bolivar, presentes en cada ciudad de Venezuela. Lloro celosa por no poder escuchar ahora mismo las lindas melodías que salían de ese nuevo Cuatro que se incorporó a la familia de las cuerdas. En las veces en que me ayudó a contar hasta 100 para no perder la paciencia y mandar a la mierda a cualquiera de los vendedores que con el rostro contraído se negaban a venderme un simple té caliente.

Lloro de felicidad, porque sé que eso dejará de ocurrir en los próximos 9 días.

Vértigo se llama la canción que escucho ahora. Sigue siendo Ismael Serrano, a quién saqué desde el fondo de mi mochila, donde estuvo enclaustrado y prohibido por casi dos meses. Siento vértigo de volver a Chile. Tanto así que llevo noches desvelada. Porque la ansiedad me gana e imagino todas los proyectos que se pasean por mi mente y que me esperan en las próximas semanas. En definitiva, el vértigo es eso: la sensación exquisita de que estás a punto de caer, el dolor de estómago por arriesgar, sabiendo que hay muy buenas posibilidades de disfrutar esa caída o morir en el intento.

Un vez que he logrado dormirme, tampoco descanso mucho. En mis sueños he recibido otro par de buenas visitas, que no sólo leen sus manifiestos sino que además declaman poesía y me invitan a bohemias fiestas. Entonces yo, una vez despierta e impotente por no poder asistir, tengo que soportar un fuerte dolor de cabeza durante muchas horas del día. Y así suceden mis últimas horas en este extraño país que me entregó mucho más que tajadas y arepas.

Pero ya se calló Serrano. Ya dejó de llover definitivamente. Y ya dejé de llorar, al menos por hoy.

lunes, 22 de diciembre de 2008

UNA PARED EN TU VIDA *



Jerusalén es ese lugar donde predicó el hijo de Dios y en el que ahora los hombres de dos religiones se detestan. Un muro
extenso como una autopista separa a los ciudadanos de Israel y Palestina, pero sólo logra que éstos peleen más.
¿Qué ocurre cuando esa pared atraviesa tu propio hogar y divide tu vida para siempre? ¿A quién odiarías por eso?
Si Jesucristo
viviera Y quisiera predicar en la
zona palestina de Jerusalén,
tendría que conseguir
un salvoconducto para poder hacerlo.
De lo contrario, al tratar de salir de Belén,
la ciudad donde él nació, llegaría hasta una
muralla alta y tosca de concreto donde una
cuadrilla de militares le impediría cruzar.
Es la ocupación. Es Tierra Santa.
Un sábado fresco de octubre, abordé
un autobús en la Puerta de Damasco, en
la ciudad vieja de Jerusalén, para llegar
hasta ese lugar aparentemente conflictivo.
Todos los pasajeros parecían conocer
esos procedimientos de inspección
rutinaria que habrían llenado de cólera
al propio hijo de Dios. Era un día caótico
para los cristianos y musulmanes, que
se apuraban a vender todo tipo de mercancías.
Pero parecía una jornada serena y pasiva para
los judíos, sobre todo los ortodoxos, que comenzaban
a vivir su ritual religioso de cada sábado
(el shabbat), vestidos de riguroso negro. En el
autobús sonaba Fairuz, una famosa cantante libanesa.
El volumen alto de la música apagaba
las conversaciones lejanas de los pasajeros. Éstos
parecían amigos, compañeros de trabajo o
de universidad, de esos que acostumbran a reencontrarse en el
trayecto que los lleva de regreso a sus casas cada fin de día o de
semana. Todos debían atravesar la muralla de control que dividía
sus vidas en dos: Israel –la muralla–, Palestina. El trabajo
–la muralla–, la casa.
Cuando el autobús se detuvo, la música se esfumó sin advertencia.
El conductor, serio y algo malhumorado, se dirigió hacia mí, y sin dudar
de mi apariencia extranjera y mis mal pronunciadas palabras en árabe,
me pidió el pasaporte y me indicó por dónde ir. Afuera estaba esa muralla
de ocho metros de alto que, debi do a su aspecto hostil, convierte
la ciudad en una cárcel de alta seguridad al aire libre. Gris, fría, ajena,
irrespetuosa, agresiva, esa columna de concreto estaba lejos de parecer
una típica obra de la arquitectura sagrada. No toda construcción en
Tierra Santa tiene pretensiones estéticas, y esa muralla cumplía la misión
de marcar un límite, interrumpir el paso y encerrarte. Mi heredada
claustrofobia se hizo presente y se ntí más de un mareo que controlé
como pude. Entonces un rostro llamó mi atención y mis síntomas hipocondriacos
pasaron a un segundo lugar.
–Todos los días es lo mismo –me dijo una mujer joven y palestina
que tenía la frente amplia y el rostro amable–: Esperar dos o más horas
en un trayecto que no debería tardar más de veinte minutos.
Hablaba a través del velo de color beige que la cubría. Era la misma
persona que iba sentada frente a mí en el autobús, pero su luminosa
sonrisa se apagó de súbito cuando un soldado israelí, escuálido y de
unos veintidós años, la empujó hasta la interminable fila de control. Allí
quedó ella, reducida y nerviosa. Él, sin embargo, parecía adoptar esa
imagen fuerte que parece emanar de todo uniforme verde olivo y de la
metralleta que colgaba de su brazo derecho.
En la fila había cerca de cien personas que, cargando sus pertenencias,
se acomodaban para esperar detrás de una ventanilla que
llevaba el descolorido título «Control militar» en tres idiomas: árabe,
hebreo e inglés. Las túnicas largas y coloridas formaban un arco
iris humano que se distinguía desde lejos y que sólo se interrumpía
cuando un soldado quebraba la soberbia fila y, cargando su M-16,
se abría paso abrupto entre la multitud para llevarse con él a algún
palestino al que se le prohibía el paso o se le c onsideraba sospechoso
de participar en algún grupo de la resistencia.
–Ésta es nuestra realidad. Desde que los sionistas invadieron
Palestina, tenemos que vivir como extranjeros en nuestra propia tierra
–dice Mahmud, un anciano de ojos tristes–. No se cansarán hasta

CADA DÍA EL COMERCIANTE MAHMUD DEBÍA CRUZAR LA MURALLA PARA PODER
ATENDER SU NEGOCIO AL OTRO LADO. ÉL, QUE ES PALESTINO, HEREDÓ EL NEGOCIO
QUE SU FAMILIA TENÍA EN JERUSALÉN . PERO VIVE EN BELÉN , LA CIUDAD DE SU ESPOS A.
«DICEN QUE DEBO ELEGIR ENTRE MI CASA O EL NEGOCIO», ME DJIO ÉL CON LA
MELANCOLÍA DE QUIEN SABE QUE DE CUALQUIER MANERA PERDERÁ PARTE DE SU VIDA

matarnos a todos, pero nosotros no nos cansaremos
hasta que nos devuelvan lo que nos fue arrebatado.
Mahmud se refería al episodio conocido como la
Catástrofe (Nakba, en árabe). Cuando se creó el Estado
de Israel, en 1948, más de la mitad de los palestinos
fueron despojados de sus hogares y se convirtieron en
refugiados. El anciano vivía en Belén, el mismo pueblo
donde, según la Biblia, nació el hijo del dios cristiano.
Veinte siglos después, ese lugar es una de las ciudades
más cosmopolitas y visitadas de Palestina, aunque todavía
mantiene una mística pueblerina, marcada por
un ambiente acogedor y religioso. B elén también está
aislado del resto del mundo por esa muralla de ocho
metros de alto que avanza entre terrenos, barrios y
edificios a lo largo de setecientos cincuenta kilómetros
(seis veces la extensión del muro de Berlín, que
separaba el capitalismo del comunismo hasta 1989).
Cada tanto, los militares israelíes que cuidan el lugar
realizan operaciones bélicas. Es decir, irrumpen por
las noches, realizan detenciones sin órdenes judiciales,
demuelen viviendas, arrancan olivos e instalan,
sin previo aviso, el toque de queda.
Cada día Mahmud debía cruzar el control israelí
que se encuentra a la entrada de Belén, para poder
atender su negocio en la ciudad vieja de Jerusalén.
Ésta es otra zona ícono para las tres religiones monoteístas
más importantes del mundo: judíos, cristianos
y musulmanes. Todos la reclaman como su ya. Y aunque
por años existió una pacífica convivencia, Israel
la ha proclamado como su capital única e indivisible,
desde 1967, e incluso ha ocupado el sector oriental
que les correspondía a los palestinos. Mahmud, que
es palestino, heredó el negocio que su familia tenía en
Jerusalén. Pero vive en Belén, la ciudad de su esposa.
Desde que se comenzó a construir el muro en el 2002,
la situación es casi insostenible para él. «Dicen que
debo elegir entre mi casa o el negocio», me explica con
esa melancolía de quien sabe que resolver el dilema lo separará, de todas
maneras, de una parte de su vida. Su casa –la muralla– o su negocio.
Muchos palestinos viven encerrados tras la muralla, pero no es ésa
la razón por la que aman las llaves y las at esoran como verdaderas joyas.
Cuando la ONU creó el Estado de Israel, la estrategia de ese nuevo
país consistía en conseguir un territorio exclusivo para los judíos; de esa
manera ellos estarían seguros de que nunca más les ocurriría algo similar
al Holocausto nazi. La ONU le cedió al nuevo Estado el cincuenta y
seis por ciento del territorio conocido históricamente como Palestina a
los judíos para la creación del Estado de Israel y dejó a su población originaria,
los palestinos, con sólo el cuar enta y tres por ciento. El uno por
ciento, la ciudad de Jerusalén, se convertiría en una zona internacional.
Entonces comenzó lo que los palestinos llaman la Catástrofe. Cientos
de ellos tuvieron que trasladarse a otras aldeas, ciudades o países, pues
las tropas de ocupación de Israel no les daban tiempo para buscar otra
alternativa. Debieron dejar las viejas y sólidas casas de piedra donde
vivían y tuvieron que acostumbrarse a las carpas y viviendas ligeras de
los campos de refugiados. Desde entonces, cada familia atesora el único
objeto que les recuerda s u espacio y la intimidad que habían perdido:
las llaves de sus casas. Grandes, pesadas y magnas, iguales a las que
se puede encontrar en las ferias de antigüedades de cualquier ciudad,
aquellas llaves se transformaron en el símbolo del despojo. Es la representación
de cada puerta que dejaron cerrada y de aquellas otras que se
abrieron en otros territorios lejanos y diversos.
Hay mucha humedad en los campos de refugiados y muchos de
estos lugares ni siquiera cuentan con un sistema de alcantarillado. En
los días de lluvia, las heces se acumulan y flotan por las canaletas que
rodean las casas –me dijo, asqueado, el administrador del centro cultural
del campo de refugiados Deheisheh de Belén, uno de esos refugios
temporales que lentamente fueron transformándose en barrios–. El
remedio tras la ocupación fueron esos campamentos. Luego éstos se
volvieron el único futuro posible ante la falta de soluciones
políticas para el conflicto. Lo provisional se
convirtió en el porvenir.
El diseño de esos barrios es pobre en creatividad.
Homogéneos, de concreto desnudo y excesivamente
simétricos, los nuevos edificios que
reemplazaron a las primeras carpas se levantan a
las afueras de cada ciudad delatándose sin tabúes
como un campo de refugiados. Marcan el antes y
el después en la arquitectura palestina de antes,
donde el espontáneo sentido de clanes obliga a los
habitantes a seguir viviendo todos juntos. Abuelos,
padres, sobrinos y primos van echa ndo raíces en
los pisos vecinos dentro de un mismo edificio.
En el campo de refugiados Deheisheh de Belén,
de pronto se cortó la luz y se escuchó un tétrico estallido.
«Tranquila», me dijo Ibraheem, el administrador
del centro cultural, que me guiaba por ese sector de
la ciudad. Parecía un evento «normal». Siempre había
incursiones nocturnas y hasta el día siguiente no
sabríamos si aquello fue una bomba de ruido o si atacaron
algún hogar. Había tiempo para sobreponerse
del susto que acelera el corazón. Unos treinta minutos después, volvió
la electricidad, en medio de la espera insegura pudimos seguir nuestro
camino. Una cara conocida asomaba cada tanto en la muralla. Era el
Che Guevara y estaba en todos los colores , al estilo pop-art de Andy
Warhol, pintado con una plantilla gracias a la técnica del esténcil. Lucía
impactado y tieso, como si no pudiera moverse debido al desconcierto
que impone ese lugar.
Pero el Che también es un ícono de la resistencia en Palestina.
Hay quienes lo conocen e idolatran mucho más que a ciertos líderes
árabes –me dijo Ibraheem, sonriendo–. El Che, que se manifiesta en
las desteñidas paredes de algunos barrios de Sudamérica, donde hay
quienes aún sueñan con la revolución, interpreta la causa local con
la misma actitud aunque con un look diferente: lleva su típica boina,
el cabello al viento, pero lo distingue un típico pañuelo palestino a
manera de bufanda. Entonces ese rincón del Medio Oriente hasta
parece familiar y uno puede tener la sensación de que el mundo es
más pequeño y menos extraño de lo que parece.
Todo muro tiene dos caras, como un papel, y los artistas siempre
pueden sacar ventajas de ello. Desde que se construyeron sus primeros
tramos, la muralla de Belén se convirtió en un soporte
enorme para las obras de arte al paso: Pod ría
ser el lienzo más grande del mundo. A lo largo de
sus setecientos cincuenta kilómetros se suceden
grafitis, murales y dibujos en todos los idiomas. Allí
se leen consignas políticas, frases clichés, versos, letras
de canciones y mensajes de paz. También hay
insultos reservados contra los políticos y los aliados
de Israel. La firma del inglés Banksy, el fantasma
del esténcil que recorre el mundo plasmando dibujos
irónicos y críticos sin mostrar su rostro, aparece
una y otra vez en la gran pared. Una de sus obras
más representativas es la pintura de una niña que
ha despegado los pies del suelo y se eleva gracias a
unos globos que sostiene en la mano y que le permiten
atravesar el muro. Es la romántica lucha por no
perder la inocencia y por darle a un instrumento de
guerra, como esa pared, una segunda moral más interesante.
La exposición es en apariencia gratuita.
Sólo el contenido profundo de las obras te recuerda
que el precio ha sido y será mucho más caro.
El ex primer ministro israelí Ariel Sharon ha
sido considerado «el segundo arquitecto de Israel»,
pues fue él quien impulsó la co nstrucción del muro.
A lo largo de toda esta pared se encuentran los controles
de tráfico o checkpoints, que han fragmentado
la región palestina conocida como Cisjordania.
El ejército de ocupación ha creado verdaderos guetos
entre la población autóctona y ha decidido tener
el control absoluto. Si el ministro de Defensa israelí
lo considera necesario, los helicópteros pueden
ocupar el cielo y dejar caer una lluvia de misiles.
Al otro lado del muro, se asoma un fuerte que
recuerda las antiguas construcciones romanas. Los
asentamientos israelíes son unos conjuntos habitacionales uniformes
y de arquitectura evidentemente occidental en lo alto de los
montes o llanuras que abrazan las aldeas. Están protegidos tras
muros extensos y seguros. Ahí viven l os judíos de todas partes del
mundo que decidieron adquirir la nacionalidad israelí y vivir como
colonos en cooperativas agrícolas llamadas kibutz. La idea de ubicarlos
en una altura no es fruto del azar. Esa ubicación prominente
le recuerda al palestino cuyos territorios han sido colonizados que
«aquí el amo soy yo».
Ibraheem, mi guía en el lado palestino, me señala a lo lejos el
sistema de regadío automático que se aprecia en los jardines del
asentamiento adversario. «Aquí ni siquiera tenemos agua para
beber –añade–. Mucho menos tendremos para regar nuestros
cultivos».
Tanto el muro como los asentamientos isr aelíes fueron construidos
en lugares estratégicos donde se ubican las reservas acuíferas
subterráneas, pues a pesar de que Palestina se encuentra dentro
de la zona denominada Media Luna Fértil, el agua es un elemento
primordial que, desde el comienzo de la ocupación, ha sido utilizado
como moneda de cambio para negociar cualquier medida política.
Un caño cerrado siempre produce sed.
Estamos en los alrededores de Beit Sahour, una pequeña ciudad
de agricultores y de mayoría cristiana contigua a Belén. Allí
hay campesinos y comerciantes trabajando entre olivos de troncos
gruesos y milenarios. Es poco más del mediodía del domingo y,
aunque el Sol se impone en lo alto, su presencia es más bien simbólica,
pues la suave y fría brisa recuerda que es tiempo de otoño.
Ya al atardecer, a la hora de tomar té con menta en el restaurante
del centro cultural que administra Ibrahe em, caminamos hacia la
ciudad junto a los campesinos ataviados con túnicas y turbantes
que recogen meticulosamente sus herramientas antes de partir.
Aunque esta región de Palestina posee centros sociales, culturales
y un activo comercio, es imposible olvidar que se trata de un campo
improvisado. Su construcción no se basó en la voluntad ni en
la planificación arquitectónica, sino en la urgente y esperanzadora
decisión de hospedar a los desplazados: Los que aún conservan las
antiguas llaves de sus casas, ésas casas que ya no existen.




























* Publicado en la revista peruana Etiqueta Negra número 66, diciembre de 2008.

martes, 9 de septiembre de 2008

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